“El mar empezó siendo una frontera que nos dificultaba el ir más allá, para después convertirse en una vía de comunicación que nos unía con otras culturas. Su fuerza, y la ingobernabilidad que ha demostrado hacia la raza humana, lo han conservado como en una de las reservas menos explotadas de nuestro planeta. Sabemos más del espacio, que de las profundidades del fondo marino. A día de hoy, se siguen descubriendo nuevas especies abisales, y no han desaparecido las leyendas de criaturas marinas gigantes que habitan en las aguas menos exploradas. Afortunadamente, el Mar aún sigue cuidándonos y dándonos sus riquezas. Algo que los amantes de la cocina valoramos muchísimo. ¿Qué cocina contemporánea podría prescindir de los frutos del mar?”
Esta es una pequeña experiencia que me ha marcado profundamente. Una simple jornada a bordo de un barco pesquero del Mediterráneo, me ha ofrecido la oportunidad de conocer aún más de cerca algo que ya creía saber: el mar es otro mundo paralelo al nuestro lleno de vida. En él, existe un mundo de sabores que debemos proteger y cuidar. Si somos capaces de ello, nuestras costas nos seguirán regalando sus tesoros. Es nuestra obligación corresponderles con respeto; sin contaminar sus aguas, sin explotar sus recursos agotando sus energías. Gracias Mediterráneo, por dejarme encontrar en ti un amigo.
Embarque de madrugada
La noche fue muy corta, la tripulación del (José Ayza Albiol) no espera a que el sol les ilumine sus caras; así que a las 4.00 a.m. estaba ya tomando el primer té en la única cafetería que hay en el puerto de Santa Pola, mientras ellos (los marineros) preparaban el barco para salir a la mar. Las primeras bromas no se hicieron de esperar, y nada más aparecer, uno de los individuos que estaban preparando las redes hizo notar su presencia haciendo alusión al abrigo que me había preparado para la jornada: “Creo que pasarás mucho frio hoy, no has venido tú bien abrigado”. Tras subir los petates, el barco le dio gas al motor y abandonamos el puerto dejando las luces de la costa y una estela blanca en un mar negro tras nosotros. Mi compañero y yo, sin darnos cuenta, pasamos de estar aturdidos por la actividad que manejaban los cinco marineros en la cubierta, a de repente estar completamente solos cuando el resto descendió por una escalinata al camarote inferior para ponerse en horizontal y dar una cabezada. Les quedaba una jornada de trabajo por delante, y cualquier minuto de sueño, era una pequeña victoria sobre la noche. Solo el capitán quedó en la cabina, al mando del timón.
Siempre que vives una experiencia por primera vez, es fácil caer en el asombro. Lo que los marineros estaban acostumbradísimos a ver, era para nosotros totalmente nuevo. No quiero ocultar que el hecho de mi falta de costumbre en embarcaciones pequeñas, y el no haber reparado en tomar biodramina antes de subir a bordo, me hicieron pasar un mal rato. El sonido del motor era abrumador, y no me explicaba cómo podían descansar todos en el camarote con semejante estruendo. El solo hecho de pensar en bajar con ellos, me producía una sensación de claustrofobia que me retenía en cubierta viendo como nos alejábamos aún más de la costa. Fue entonces cuando decidimos pasarnos a la proa para ver de cara el mar “a lo Titanic”. Pero pocos minutos después, una ola que nos llenó de mar literalmente, y dejó claro que “de momento…” era mejor protegerse en la popa.
En lo que pareció un largo aullido, la sirena (y no de mar) resonó en la cubierta; y en un abrir y cerrar de ojos, toda la tripulación estaba preparándose para lanzar por primera vez las redes al mar. El barco pesquero practica la pesca de arrastre, que para quien no esté muy familiarizado, consiste en lanzar al mar las redes hasta que desciendan al fondo; y durante un periodo de tiempo (mientras que el barco continúa la ruta marcada), atrapen: peces, téutidos (sepias y calamares), y también algún que otro cefalópodo que se cruza en su camino. Tras la faena, de nuevo la tripulación tomó otro pequeño descanso, lo que nos dejó nuevamente solos en cubierta y con casi todas las luces del barco apagadas, disfrutamos desde ese momento de un amanecer perfecto; esta vez desde el mar y viendo como el horizonte empezaba a teñirse de un naranja furioso.
El capitán desde su cabina nos invitó a acompañarle; propuesta que inmediatamente aceptamos, y que nos sirvió también para escapar del frio de cubierta. La cabina del barco era pequeña, prácticamente la llenábamos los tres que la compartíamos en el momento en el que sol ya empezaba a calentarnos. El pequeño timón que estaba frente al capitán creo que tenía una presencia simbólica, no lo vi rodar ni una sola vez. Un ordenador y varios aparatos entre los que podía distinguir un pequeño GPS, ocupaban los mandos frente a nosotros. No había mucho más en aquel pequeño espacio, salvo una pequeña figura de una virgen, que estaba situada a espaldas del capitán. Supongo que con la intención de que fuese una protectora de la tripulación, o les ayudase interviniendo por ellos para llenar las redes.
La primera captura
Siempre he tenido la sensación de que los marineros son supersticiosos; y creo que el motivo es su continua exposición a los caprichos del mar. Un ejemplo de ello es que no hay manera de saber cuánto va a salir de las redes. Cada día, cada arrastre, puede ser un éxito o convertirse en un fracaso. La recompensa no viene asociada al esfuerzo. Hay que darlo todo en cada ocasión.
Un nuevo bocinazo dio paso a un rápido despliegue donde todos supieron ocupar su lugar. El motor de la red arrancó y empezó a subir el botín a la superficie. No sé cuánto tiempo pasó, pero todos teníamos la mirada clavada a proa esperando ver el momento en el que asomase la captura. Tras la señal por parte de uno de los marineros, todos supimos que ya había llegado el momento y la suerte estaba echada. Una gran bolsa de peces asomó, y tras un tirón de uno de los cordeles para desatar la red, una marea de peces llenó una gran parte de la cubierta. “¿Hemos tenido éxito?” fue mi pregunta. “Todo depende de lo que haya caído en las redes”. Eso es otra cosa… no era cuestión de cantidad, sino del valor de lo capturado. Según me decían, la semana pasada habían tenido suerte y en una jornada habían sacado casi lo de dos completas.
Es increíble ver como los pulpos se hacían espacio y conseguían desenterrarse a si mismos de la montaña de pescado en la que se veían envueltos, para posteriormente caminar sobre ella a ocho patas intentando escapar. Los cubos y las cajas azules se distribuyeron en el perímetro, y los pescadores se pusieron a clasificar cada parte asignada. Fue el momento en el que las gaviotas y cormoranes aparecieron de la nada (se ve que a millas habían escuchado la sirena momentos antes), conociendo el momento del descarte, donde se desechaban los pescados que no eran aptos para la venta. Ellas, hacían de lo suyo intentando llevarse el botín antes de que fuese demasiado tarde. No pude calcular la cantidad de aves que en ese momento nos sobrevolaban, pero sí que eran cientos. Por otra parte, estar en cubierta en ese momento significaba tener altas probabilidades de ser condecorado con una de las “medallas blancas” que las aves disparaban desde el cielo.
Pequeños tesoros
El poder “hacer la compra” directamente en cubierta, eligiendo vivo el producto justo unos minutos después de ser sacado del mar, es algo completamente inimaginable para la mayoría. Tras coger una caja, me dispuse a escudriñar buscando qué nos había regalado el mar. Y entre toda la captura vi una rareza que algunos consideramos una verdadera exquisitez: la espadreña; que para quien no lo sepa, es un cohombro de mar, o pepino de mar. Un bicho muy feo que por fuera no es nada atractivo y que se podría confundir con una piedra de las que hay en el fondo marino. Pues bien, este bicho tiene uno intestino muy apreciado en la gastronomía por su sabor peculiar. Se puede hacer al ajillo, o bien frito, ya que así tiene una textura espectacular. Todo un delicatesen y que te sabe a poco, ya que la contiene muy poca cantidad aprovechable, no es muy abundante entre las redes, y creo que prácticamente imposible de encontrar en mercados. Otro de los tesoros que encontré fue la Figa (palabra asociada comúnmente a cierta parte de la mujer), y que Vicente uno de los marineros, me descubrió. Pude probarla cuando la abrieron con la navaja, y lo primero que me sorprendió fue el toque ácido; parecía que le habían echado limón y su sabor marino intenso. Noté también que tenía un alto contenido en yodo ¡Todo un espectáculo! Para finalizar y saltándome muchos detalles, pude encontrar varias galeras, que muchos las habréis conocido porque hace tiempo se utilizaban como pescado de descarte para potenciar el sabor de los fumets; pero hoy en día ya están cotizadas en el mundo de la gastronomía. Además, tuve la suerte de poder descubrir que en la época que contiene huevas, el tronco es mucho más carnoso y pude comprobarlo en las que capturamos.
Guiso de Sepia y Calamar
La cocina era minúscula, ocupaba un pequeño espacio en la proa. Dentro de ella había una mesa en la que tocándose los codos podían entrar tres o cuatro personas, y una pequeñísima barra con una cocina de gas era lo que tenía para ejecutar el guiso de Sepia y Calamar que me había propuesto hacer para la tripulación con el pescado capturado. Afortunadamente en la cubierta hacía un día estupendo, por lo que decidí limpiar la sepia y el calamar fuera, y con la misma agua de mar. A la cazuela fue la morralla que aún estaba viva, y que empezó a desprender un olor riquísimo conforme el agua hervía. El fumet lo preparé con los cangrejos, galeras, morralla que había seleccionado, y con zanahoria, tomate, hinojo y ajo que me había traído de tierra. La picada llevaba: Ajo, ñora, perejil, almendra marcona y pan. Todo esto junto a tomate “corazón de buey”, cebolla tierna y vino monastrell, fueron los ingredientes que formaron parte del guiso. Un plato sencillo para la ocasión, muy reconfortante después de un día de pesca, y que reflejaba el espíritu marinero de la ocasión.
Fue después de la segunda captura, cuando decidimos dejar la comida para una vez llegásemos al puerto. Allí ya solo estaríamos preocupados en disfrutar de la comida, y lo único que nos quedaría sería esperar a la subasta de pescado que tendría comienzo a la tarde. Así que después de repostar gasoil y una vez parados, todos fueron pasando para llenar el plato. El día de pesca había terminado.
La subasta
La lonja de pescado estaba a rebosar de cajas azules, con el pescado capturado por los barcos que ese día habían salido a faenar. En dos gradas enfrentadas entre sí, los que habían asistido a la subasta estaban pendientes de la cinta transportadora y sus mercancías. En una pantalla, se podía ver la caja que se subastaba y un precio inicial que descendía, hasta que uno de los interesados pujaba y se quedaba con el lote. Restaurantes, pescaderías y grandes superficies estaban presentes y parecían conocerse todos entre sí. Es entretenidísimo ver una de estas pujas. Como al público en general, no le dejan ocupar el espacio reservado para los postores; hay un espacio en la parte superior reservado para quien quiera ver la subasta en directo. En general había buen ambiente; aunque se pudo ver algún que otro pique entre colegas cuando alguno de ellos acaparaba la mercancía. La cinta no paraba, y conforme salía de ella, la caja era etiquetada con algún tipo de código que indicaba quien era el que se había quedado con ella. El pescado que de madrugada se empezaba a pescar con las redes, sería en muchos casos distribuido a diferentes partes del territorio español, y al día siguiente estaría ya en los platos o vitrinas expositoras para salir a la venta al por menor.
Tenemos que sentirnos orgullosos no solo de nuestras costas y el producto del que disponemos; también de todos los profesionales que forman parte de la cadena que suministra pescado fresco para que podamos consumirlo en nuestros platos. El conocer más todas estas profesiones, nos hace comprender porque el pescado a veces alcanza el valor que tenemos que pagar por consumirlo. Para mí, esta experiencia ha significado tener más conciencia de este fascinante mundo de pescadores y lonjas.
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